El momento McEwan

Igual que en su ensayo Federer, en cuerpo y en lo otro, David Foster Wallace disertaba sobre «los momentos Federer», esos chispazos de absoluta genialidad durante su juego, puntos ganados de forma tan inverosímil que invitaban a cuestionar si podían ser obra de un simple ser humano y que conducían al amante del tenis a un estado próximo al nirvana, cualquier acérrimo fan del escritor atesora su «momento McEwan». No hay precisamente escasez de oferta: el secuestro infantil de Niños en el tiempo; el descuartizamiento de El inocente; el mefistofélico asesinato de El placer del viajero; el accidente aerostático de Amor perdurable (quizás el ganador de una hipotética encuesta popular); la noche de bodas de Chesil Beach; la excursión ártica o la escena de las patatas fritas en el vagón de tren de Solar; los asombrosos giros finales de Expiación y Operación Dulce… Pero quizá nunca como hasta su última novela, Cáscara de nuez, había probado un triple mortal sin red: conceder la voz narrativa a un feto en un thriller negro que discurre bajo el ascendente de Hamlet.

Interesado a lo largo de toda su trayectoria por el estudio del ser humano en momentos de tensión que le superan, y abonado a la mejor versión del tradicional humor british, McEwan se ha movido con igual soltura en la intriga histórica que en la pieza de cámara íntima y, desde su segunda novela, Niños en el tiempo, donde ya aparecía una mujer dedicada a la física, y, por el momento, hasta Solar, protagonizada por un patán capaz de revertir el cambio climático, la ciencia ha ejercido un marcado ascendente sobre su obra.

Su visita a Kosmopolis supone una excelente oportunidad de escuchar a uno de los novelistas más lúcidos y dueño de una de las prosas más virtuosas de las últimas décadas, todo un clásico vivo de las letras anglosajonas.