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Introducción a «En la vida real»

Cory Doctorow

05 mayo 2015

Introducción a En la vida real, de Cory Doctorow y Jen Wang, Editorial Roca, 2015.  Doctorow, activista, escritor y periodista canadiense, nos visita el próximo 20 de mayo.

Doctorow_novelgraphic[Publicado por cortesía de Editorial Roca. Traducción al castellano: Julia Osuna Aguilar]

En la vida real trata de videojuegos y economía. Son muchos los que, aun dedicándoles tiempo a los primeros, los consideran triviales, meros divertimentos que sirven para rellenar el largo y sombrío tramo que separa la cuna de la sepultura. En cuanto a la segunda, sí, la gente la considera importante pero también es una de esas áreas intimidantes que no se traspasan por miedo, a pesar de que la economía —el estudio de por qué la gente hace las cosas, en resumidas cuentas— es lo que más rotundamente determina las circunstancias en las que vive.

Cuando se aúnan economía y juegos, nos asaltan de pronto un puñado de preguntas sesudas y peliagudas sobre política y trabajo. En la vida real relaciona la manera en que compramos, nos organizamos y jugamos y la razón por la que algunas personas son ricas y otras pobres… y en qué medida parecemos estancados en esa situación.

Tengo la esperanza de que este libro anime a los lectores a indagar en el tema de la «economía conductual» y a empezar a hacerse preguntas incómodas sobre cómo llegamos a poseer las cosas que poseemos, qué precio tienen que pagar por ello nuestros congéneres y por qué creemos necesitarlas.

Pero sería una política limitada escoger simplemente entre comprar o no comprar algo. En ocasiones (¡a menudo!) hay que organizarse para marcar la diferencia.

Vivimos en la edad de oro de la organización. Si hay algo que Internet ha cambiado para siempre es la relativa dificultad y los costes de juntar a un puñado de gente en un mismo sitio para trabajar por un objetivo común. Aunque no todo el monte es orégano (los matones, los abusones, los racistas y los perturbados nunca lo han tenido más fácil), no cabe duda de que ha cambiado radicalmente las reglas del juego.

Cuesta recordar ahora lo difícil que era antes el tema organizativo: lo que costaba hacer algo tan trivial como poner de acuerdo a diez amigos para una cena o una película, por no hablar de unir a millones de personas para recaudar fondos para un candidato político, movilizar el voto, manifestarse contra la corrupción o salvar a una institución apreciada por todos.

En mi época de activista durante la década de 1980 nos pasábamos el 98 por ciento del tiempo rellenando sobres y escribiendo direcciones; el 2 por ciento restante era para pensar qué poníamos. Hoy tenemos todos esos sobres, sellos y direcciones gratis. Supone una diferencia y una extrañeza tan fantásticas y enormes que ni siquiera hemos notado sus primeros pasos. Momentos como el movimiento Occupy Wall Street o el levantamiento del parque Gezi en Estambul se recordarán como sacudidas menores de lo que pasa cuando la gente puede organizarse sin apenas costes.

El trabajo en común es el «mito originario» secreto de nuestra especie. Nos diferenciamos de nuestros antepasados homínidos cuando empezamos a dividir el trabajo: tú cuidas de los niños mientras yo hago guardia por si vienen los tigres, y ese otro que vaya a recolectar frutos. La parte más moderna de nuestros cerebros, el neocórtex (la «corteza nueva», que envuelve las partes más antiguas), se desarrolló en esa misma época e influye notablemente en nuestra manera de manejar las relaciones sociales. Todo, del lenguaje y el alfabetismo a las grandes corporaciones y los países, son estructuras para organizar el trabajo humano.

Todos los juegos de varios jugadores coquetean con este mecanismo organizativo. Cuando tú la llevas en el escondite, intentas adivinar dónde van a mirar los rivales (¡o dónde se esconderían si intentasen adivinar lo que piensas tú!). Cuando se hace una raid masiva en una instancia alta de un MMO (juego multijugador masivo online), la gracia no es solo matar al monstruo sino también averiguar cómo convencer a dos decenas de amigos para que colaboren, coordinar los horarios para poder hacerlo a la vez, definir la estrategia e incluso una cadena de mando y decidir por consenso su legitimidad.

No es de extrañar, pues, que el espacio de los juegos se haya convertido en un lugar de trabajo para cientos de miles de «granjeros» que asumen horribles tareas repetitivas para producir riqueza virtual y venderla a jugadores con más dinero y menos paciencia. Las diferencias estructurales entre el juego in-game y el trabajo in-game son en gran medida arbitrarias, y en cualquier caso muchas veces el trabajo «real» es una especie de juego: la mayoría de la gente que va a trabajar hoy en día está jugando a un juego de rol en vivo muy aburrido llamado «profesionalidad», que requiere alterar el vocabulario, la postura, los hábitos alimenticios, las expresiones faciales… todo, incluso el humor es víctima de esa censura.

Lo más extraordinario del momento que vivimos es la facilidad con la que es posible eliminar toda la parte aburrida que antes era necesaria para lanzar un proyecto ambicioso. Estamos en un punto en que podemos construir una enciclopedia con las mismas estructuras organizativas que hasta ahora solo valían para organizar una feria o una venta de pasteles. La jerarquía y la injusticia no han muerto —ni lo harán pronto—, pero a cada momento que pasa cuesta más justificar su existencia.

La Red no resuelve el problema de la injusticia, pero sí salva el primer gran escollo para subsanar los errores: agrupar a la gente y mantenerla unida. Después queda lo más difícil: arriesgar la vida, la fortuna personal y la reputación.

Detrás de todo lo maravilloso de nuestro mundo existe una historia de lucha: por nuestros derechos, nuestra suerte, nuestra felicidad. Todo lo bueno lo tenemos a costa de gente con principios que en otros tiempos arriesgó todo lo que tenía para hacer del nuestro un mundo mejor.

La Red no minimiza en modo alguno esos riesgos. Pero las recompensas son igual de buenas o más.

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