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Sebald: los anillos del viaje y de la muerte.

06 .07 .2015 - Jorge Carrión

A manera de cierre de este ciclo de artículos el escritor Jorge Carrión, comisario de la exposición `Las variaciones Sebald’ -de la que este blog funge como complemento-, reconstruye los pasos del autor alemán para tejer un lienzo de los espacios y las palabras que han dado forma al universo sebaldiano. Como no podía ser de otra manera, viajamos junto a Carrión y Sebald por paisajes, ciudades, librerías, estaciones de tren, personajes, escritores y muchos, muchísimos ecos literarios. ‘Porque nuestra obligación es ser testigos, aunque no sepamos exactamente de qué…’

Artículo publicado en el suplemento Cultura/s del periódico La Vanguardia. Barcelona 07/03/2015.

L'oeil oder die Weisse Zeit [1]

L’oeil oder die Weisse Zeit [1]. Jan Peter Trip (2003).

La vocación última de la literatura es convertir la lectura en acción, es decir, en escritura o en viaje. W.G. Sebald (1944-2001) publicó por primera vez un texto de creación tardíamente, a los 44 años, un poema narrativo titulado Del natural (Anagrama, 2004), que versificaba las vidas de algunos de sus maestros (sus lecturas) y sus propias migraciones (de su infancia en Baviera a la Inglaterra donde trabajó, se casó y fue padre). A partir de entonces, sus viajes y sus lecturas, esto es, sus libros, tuvieron como objeto traducir a espacios y palabras tanto a grandes escritores, de Nabokov a Stendhal, de Conrad a Kafka, como a personajes menores, a veces parientes, colegas o vecinos, reales o inventados, que vivieron en carne propia los grandes traumas del siglo XX. Así nacieron los extraños vagabundeos que integran Vértigo (Debate, 2001), los cuatro relatos biográficos que conforman Los emigrados (Debate, 1996), el libro de viajes con digresiones ensayísticas Los anillos de Saturno (Debate, 1999) y su gran novela Austerlitz (Anagrama, 2002). Una tetralogía posible sobre la errancia y el duelo, en cuyo subsuelo se oye el latido del exterminio de seis millones de judíos.

En junio y julio del 2003, cuando me preparaba psicológicamente para un largo viaje por América que, en el fondo, estaba temeroso de acometer, traté de combatir mi miedo siguiendo los pasos de Sebald por Europa. Con esa intención pasé varios días en Londres y en París, las dos principales metrópolis de Austerlitz. La solidez napoleónica, ultramoderna, de la Biblioteca Nacional de Francia contrastaba brutalmente con la levedad del Puente Mirabeau, donde se suicidaron Apollinaire y Celan. También reseguí los vagabundeos de los personajes sebaldianos por la Gare d’Austerlitz y por Liverpool Street Station, porque en el fluir de energía atroz que une ambas estaciones se cifró el futuro de Jacques Austerlitz, uno de los cientos de niños continentales que fueron enviados a Inglaterra para que salvaran la vida. Hasta que no volví a Londres años más tarde no vi el monumento que desde el 2006 recuerda el Kindertransport. La novela de Sebald, por tanto, se adelantó a la política y llevó a cabo su propia reparación simbólica.

Porque nuestra obligación es ser testigos, aunque no sepamos exactamente de qué, en otro viaje asistí a otras obras que borraban otros rastros. Los albañiles y pintores que reformaban las viejas oficinas del British Centre for Literary Translation de la Universidad de East Anglia, en Norwich, ignoraban que entre aquellas paredes que ya no existían pasó Sebald toda su vida adulta. Sólo pervivían los árboles de entonces, al otro lado de los ventanales, barnizados por una luz difusa, casi submarina. Mientras duraban los martillazos, los profesores del instituto que fundó el autor de Pútrida patria (Anagrama, 2005) –con la intención de que los alumnos conocieran a fondo la literatura internacional– preparaban sus clases en la biblioteca o la cafetería. Desde el 2001 no había catedrático de literatura alemana en East Anglia; de hecho, con los años se fue desdibujando la presencia en los programas de las literaturas que no se escriben en inglés. En su Discurso de ingreso ante el Colegio de la Academia Alemana (Campo Santo, Anagrama, 2007), Sebald dice que su país de origen siempre le pareció “irreal, algo así como un déjà vu sin fin” y que en Inglaterra siempre osciló “entre sentimientos de familiaridad y de dislocación”. Una tensa traducción fue su vida.

L'oeil oder die Weisse Zeit [2]. Jan Peter Trip (2003).

L’oeil oder die Weisse Zeit [2]. Jan Peter Trip (2003).

Tengo la costumbre de visitar las mejores librerías de las ciudades que visito. Por su escaso número, pude entrar en todas las de Norwich y buscar los libros de Sebald. En ninguna tenían más de tres títulos suyos. El Waterstone’s de la universidad no era una excepción. Había más libros de Ian McEwan, el más insigne de los exalumnos del posgrado en escritura creativa, que del profesor cuyo nombre sonaba como candidato al Nobel durante los meses previos a su muerte. “Era mucho peor antes de su consagración con Austerlitz –me tranquilizó el traductor Peter Bush, compañero y amigo del escritor cuando ambos enseñaban allí–, lo normal era entonces que no hubiera aquí ningún libro suyo”. Vivió treinta años en Norwich; escribió todos sus libros en Norwich; habla en ellos de aquella ciudad pequeña y de su región; salía a fumar a aquellas escaleras; era profesor de aquella universidad cuando Susan Sontag y Coetzee y James Wood escribieron sobre sus obras híbridas de ficción, crónica y ensayo; centenares de alumnos asistieron a sus clases sobre Joseph Roth o el cine alemán de la República de Weimar; murió allí. Pero el espacio que sus textos ocupan en aquellas librerías es inferior al de McEwan o Alice Sebold.

La calidad, la ambición y la perseverancia son palabras de definición volátil, pero seguramente señalen los parámetros por donde se mueven las escrituras que conducen a lecturas duraderas. A quince años de la publicación de Austerlitz, a juzgar por su rastro en las librerías inglesas, norteamericanas y alemanas, Sebald se ha consagrado como un escritor minoritario, objeto de tesis doctorales y congresos académicos, sí, pero también de lecturas minuciosas por parte de lectores exigentes, capaces de gastar una pequeña fortuna para comprar un libro en el extranjero, de aprender un idioma para entender un libro que no ha sido traducido, de viajar para fatigar librerías, descender a las catacumbas de las bibliotecas y de los diccionarios y los buscadores de la red para comprender mejor un texto. Como Robert Walser, Vila-Matas o Roberto Bolaño, escritores igualmente extraterritoriales, Sebald también ha dejado su huella en otro tipo de lectores, ni académicos ni literarios, los que convierten las lecturas, además de en viaje, en artes contemporáneas: han seguido sus pasos directores de cine como Grant Gee, escritores polifacéticos como Iain Sinclair o Teju Cole, artistas como Dominique González-Foerster, Tacita Dean, Jan Peter Tripp, Carlos Amorales o Jeremy Wood. Esa fe ciega en los lectores tenaces y en las lecturas que finalmente llegan nos permite avanzar, aunque sea hundiéndonos en la oscuridad líquida y hacia ninguna parte.

L'oeil oder die Weisse Zeit [3].

L’oeil oder die Weisse Zeit [3]. Jan Peter Trip (2003).

La calidad es difícil de evaluar; la ambición puede fácilmente dirigirse hacia una dirección equivocada; es frecuente perseverar en el error. La laguna de la universidad de East Anglia está rodeada por un sendero a través del cual se accede a varias decenas de muelles minúsculos, ideales para la pesca. Con sus redes, sus cubos, sus parasoles de camuflaje, sus bicicletas con carritos de dos ruedas, sus gorros, sus cantimploras y sus cañas de pescar, vi una decena de hombres sentados en sus sillas plegables, a la espera de que grandes peces picaran en sus anzuelos. Ajenos a los posgrados de escritura creativa, a los media studies y a los escritores muertos, no engañaban el tiempo con radios ni con libros: esperaban en silencio. Imaginé aquellos hilos casi invisibles hundidos en el agua. Aquellos vínculos que aguardaban su momento. Aquella historia natural y humana de la espera y del placer y de la destrucción.

“Durante mucho tiempo, incluso creo que aún en la actualidad –leemos en Los anillos de Saturno, su libro de viajes por aquella región del este de Inglaterra y el más influyente de sus títulos en otros escritores y artistas – sigue siendo inexplicable la razón de la luminosidad de los arenques muertos”. En las primeras páginas de ese libro se menciona la muerte de dos colegas de aquella facultad abierta a las lenguas europeas: Michael Parkinson y Janine Rosalind Darkyns; y también la de un vecino del narrador, Frederick Farrar. El libro se publicó en 1995 y seis años después su autor falleció en un accidente de coche. Otro de los personajes reales del volumen, Michael Hamburger, también murió poco después. Como Borges, Thomas Browne, Conrad, Casement, Chateaubriand y el resto de los fantasmas que circulan por esas páginas ensayísticas y viajeras que podrían titularse El libro de los muertos.

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L’oeil oder die Weisse Zeit [1]. Jan Peter Trip (2003).

Fui a la iglesia de Saint Andrew, en Framingham, a buscar la tumba de Farrar, que imaginé cercana a la de Sebald. En medio de prados y bosques y casas aisladas, la basílica de piedra no congregaba a su alrededor más de un centenar de lápidas. Leí los nombres de aquellos muertos. Uno. Por. Uno. No había rastro de Farrar. Ni de quien lo inmortalizó. Tras dar la segunda vuelta a aquel anillo de difuntos, le pregunté a uno de los jardineros si no había otra iglesia que se llamara también Saint Andrew y estuviera en Framingham y no fuera aquella. “That’s correct”, me respondió, y me recordó que estaba en Framingham Pigeon y que a poco más de una milla se encontraba Framingham Earl y su iglesia de Saint Andrew. Una señal triangular recordaba que había que tener cuidado con los patos que cruzan la carretera.

La otra iglesia no era clónica: su torre era circular, como la de un castillo del medioevo. Aparqué el coche de alquiler y en el momento en que yo cruzaba el umbral, lo hacían en sentido inverso dos parejas de turistas jubilados. Comenzaba a llover: pronto serían lectores subacuáticos. Después de fotografiar varias tumbas y de encontrar la lápida del escritor, un chubasco violento me obligó a regresar corriendo al coche. Una de las parejas de turistas culturales jubilados había desaparecido; la otra se encontraba en el interior de su vehículo, tomando notas en sendos cuadernos diminutos. “Sebaldianos e incorregibles –pensé–, traductores de lecturas en actos”, y me dispuse a dejar pasar la lluvia releyendo el pasaje de Michael Farrar de Los anillos de Saturno, pese a que no había encontrado sus restos ni ningún otro nombre similar. El personaje es sebaldiano hasta la médula y hay en su biografía un accidente a todas luces de ficción, uno de los tantos incendios que recorren –al igual que lo hacen las caravanas del desierto– Los emigrados o Vértigo: “Cuando en su paseo matinal consiguió de alguna manera prender fuego a su bata con el mechero que siempre llevaba en el bolsillo”. El funeral ficcional de Frederick Farrar en aquel cementerio minúsculo prefiguró el real de Sebald, su accidente, el automóvil que chocó contra el árbol, su muerte sin fuego. Pensé en ello durante todo el viaje a pie por la costa norte de Suffolk y Norfolk, y años más tarde por el término municipal de Wertach im Allgau, el pueblo natal del escritor, porque en todas aquellas aldeas había una iglesia antigua rodeada de lápidas, y bajo cada una de ellas una vida entre miles, una vida que ya es sólo literatura en descomposición.

Jorge Carrión es doctor en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra, donde da clases de literatura contemporánea y de escritura creativa. Ha publicado los ensayos Teleshakespeare (Errata Naturae, 2011) y Viaje contra espacio. Juan Goytisolo y W.G. Sebald (Iberoamericana, 2009); los libros de viaje Australia. Un viaje (Berenice, 2008), La piel de La Boca (Libros del Zorzal, 2008), GR-83 (Autoedición, 2007) y La brújula (Berenice, 2006); y las novelas Los muertos; Los huérfanos y Los turistas (Galaxia Gutemberg 2014/2015). Es comisario, junto a Pablo Helguera, de la exposición ‘Las variaciones Sebald’.